¿DUELE?, ¡CLARO QUE DUELE!

Miró hacía arriba y lo vio. Era un hermoso objeto que brillaba. Hacía tiempo que quería alcanzarlo pero no podía, estaba muy lejos. Gateó un poco alrededor y, haciendo un gran esfuerzo, intentó de nuevo. Pero fue inútil, sus cortos brazos y su mano pequeña no ayudaban mucho desde ese lugar de "abajo", para agarrar ese objeto "allá arriba".
"Martincito", que así lo llamaban los adultos, finalmente desistió y se quedó entretenido con un sonajero que su abuela le había regalado hacía muy poco, cuando había cumplido once meses de vida.
De pronto un enorme adulto, digamos mejor "un adulto", porque los adultos se caracterizan por ser desproporcionadamente grandes respecto a nosotros los "bebés", entró por la puerta sonriente, caminando con mucha energía y haciendo retumbar el piso de madera con sus enormes zapatos. Era evidente que venía de afuera. Venía de ese misterioso mundo que estaba más allá de la puerta, más allá de las escaleras que llevaban a la calle. Un mundo que se extendía mucho más allá de los pocos territorios que Martincito conocía durante los viajes que podía hacer en brazos de mamá, papá o a veces de la tía Julia. Era indudablemente un mundo lleno de posibilidades, al que esos adultos accedían cuando querían, con el enorme poder que les daba el "caminar en dos piernas", en vez de estar gateando en cuatro patas como él.
Martincito intuía que ese mundo, lleno de lugares desconocidos, lo estaba esperando para jugar con él. Quería conocer esos lugares. Lugares desde los cuales la gente volvía la mayoría de las veces contenta. Pero no siempre, porque también había que reconocer que a veces los adultos regresaban, luego de una jornada de ausencia, con las caras tensas, o incluso desencajadas. En esos días los adultos protestaban de la vida que habían tenido que soportar en esa "selva salvaje", y señalando con el dedo índice a Martincito, hacían referencia al maravilloso mundo que el bebé tenía: protegido, con la "teta" asegurada y siempre lista. Decían que querían volver a ser bebés como él para que los abrazaran y cuidaran. No querían tener más obligaciones. Sólo llorisquear un poco cuando querían comida o cuando necesitaban que les cambiaran los pañales mojados. Decían que querían un mundo fácil, y protector. Pero Martincito no se dejaba engañar: era indudable que los adultos simplemente hacían como que quisieran volver a ser bebés protegidos, pero era evidente que buscaban esta sensación de bebés sólo por minutos. Era obvio que no querían volver a vivir gateando o dependiendo de una teta o de una papilla que les pudiese dar otro. Era evidente que ese mundo que se erigía más allá de la puerta tenía algo de especial y el bebé se había propuesto entrar en él.
Para esto tenía un plan y un fuerte deseo, que digo fuerte, un fuertísimo, imperioso deseo de caminar, de ser adulto y de dejar esa vida en la cual para obtener la teta, la papilla o los cuidados tenía de llorisquear, depender de otro.
Entonces Martincito con toda firmeza intentó levantarse y se cayó de cola al piso. Miró para ambos lados como buscando a quien llorarle un poco, pero estaba solo. Así las cosas, se levantó de nuevo e intentó caminar, pero se cayó. De nuevo volvió a levantarse, y de nuevo a caerse.
Ustedes seguramente lectores se preguntaran si le dolía cada vez que se caía. ¡Claro que le dolía!. No era un bebé insensible. Pero él estaba muy ocupado tratando de levantarse para lograr su objetivo de caminar. Y cada vez que se levantaba se decía: ¡Vale la pena hacerlo!.
En ningún momento, dudó de lo que quería. Él no se iba a quedar toda la vida "gateando" mientras los demás hacían vida de "adultos". No señor, él era todo un bebé. Y un bebé con todo el poder que le da el futuro, no duda, no señor. El no tenía tiempo para quedarse sentado en el piso llorando y lamentándose de cómo le dolía la cola, y de lo fea que era la pequeña vida que se vivía desde ahí abajo, limitado, sin horizontes. El intuía desde sus once meses de existencia en este planeta, que la vida era otra cosa. Que había mucho para ver y aprender "del otro lado de la puerta", y que valía la pena intentarlo. No se ponía a protestar por lo injusto que era el mundo, que ponía casi intencionalmente las cosas lindas más allá de la puerta, o arriba de mesas tan altas que los que estaban muy abajo no podían llegar a ellas. Martincito sabía que había que levantarse para agarrar las cosas y él se había propuesto lograrlo.
El bebé pensaba: "No quiero más la teta, no quiero más papilla, no quiero esa seguridad, en un "corralito" totalmente protegido del mundo. Quiero entrar en el juego de la vida".
Y así como Uds. se imaginarán luego de varios días de intentos donde soportó no menos de veinticuatro "caídas de cola", dieciocho "caídas de costado", uno ojo casi en "compota" cuando se encontró con un borde de la mesa, y otra serie de daños menores, luego de todos estos fracasos, el bebé, finalmente lo logró: se puso a caminar y dejó de gatear.

Pero, ¿a cuento de qué, te preguntarás querido lector, viene este tema tan conocido por nosotros, ya sea por verlo en los bebés actuales, ya sea porque también nosotros tuvimos que dejar de gatear como bebés para crecer y acceder a otro mundo?. ¿Qué tiene de novedoso este relato?.
A estas preguntas te debo contestar que nada..., y entonces tu pregunta podría ser: ¿Y para qué me haz hecho perder diez minutos en leerlo?.
En mi defensa te diré, que el otro día, con mis cuarenta y nueve años de edad, e intentando llegar a un nuevo objetivo que tenía, y sobre el cual había puesto un ferviente deseo, me "caí de cola" en el piso, y me dolió, y entonces cuando empecé a llorisquear y a lamentarme de cómo me había dolido caerme, y a pensar que era mejor quedarme donde estaba en vez de tratar de levantarme, de pronto me vi. Sí, me vi cuando yo tenía once meses. Y sentí de nuevo ese dolor especial en mi cola. Un dolor apenas amortiguado por los pañales, y sentí junto a este dolor la sensación intensa de querer caminar. Sí, caminar a pesar de todo, y sobre todo obstáculo que se presentara. Y ese día, luego de verme así, me sequé las lágrimas, mis ojos se pusieron brillantes como los de un bebé que quiere descubrir el mundo detrás de la puerta, y me levanté de nuevo, concentrándome en lo que quería, en vez de llorar, o de perder las esperanzas cada vez que me caía en el intento, y así me levanté y me caí varias veces...
Y tú, querido lector, te preguntarás de nuevo: ¿Y duele cuando te caes?.
¡Claro que duele!. Pero, debo confesarte algo: ¡Vale la pena, dejar de gatear y empezar a caminar!. Pues allá afuera hay todo un mundo por descubrir.

Autor: Dr. Dino Ricardo Deon.