EL MALABARISTA

La música aumentó de volumen y el malabarista entro a la arena del circo. Los reflectores concentraron su haz de luz sobre él, que lentamente se sacó su capa roja y con un ademán perfeccionado durante años enfrentó al público que lo ovacionó. Edmundo necesitaba del éxito y del aplauso. Esperó a que cesara el fervor y luego, despacio se dirigió a la larga mesa que estaba en el centro de la pista. Tomó un platito blanco de la pila que tenía en el costado izquierdo de la mesa, y lo acarició. Recorrió con sus dedos los delicados filetes de oro que realzaban la belleza del platito, mientras un melodioso sonido surgía de ese roce. A continuación miró a los restantes. Ese conjunto de cincuenta platitos lo acompañaba desde la primera vez que actuó en público y nunca se le había roto ninguno. Esos platitos, eran únicos y especiales y representaban su éxito. Edmundo volvió de sus pensamientos cuando la música de la orquesta aumentó de volumen. Sonrió, concentró su vista en el platito que tenía en su mano y con gracia y un ágil y casi imperceptible movimiento de su mano derecha lo hizo girar sobre la mesa. Había puesto en marcha su primer platito. El público lo miraba sin decir nada. Luego tomó el segundo platito y también lo puso a girar como un trompo, luego con un suave movimiento le aplicó energía al primer platito que comenzaba a dudar en su giro, y así siguió parando y haciendo girar cada vez más platitos, hasta que el público, al ver que el décimo platito, que giraba sobre la mesa, comenzó a aplaudir. Edmundo se distendió, y se sonrió mientras pensaba:
- Ahora sí comienzan a valorar lo que hago.
No cualquiera era capaz de tener girando al mismo tiempo 10 platitos sobre la mesa sin que ninguno se cayese, y así Edmundo siguió buscando su límite, quería más aplausos. Al rato tenía girando sobre la mesa más de 20 platitos, que formaban una larga fila de más de dos metros. Todos esos platitos dependían exclusivamente de su esfuerzo para "seguir en pie". Para lograr este número circense, Edmundo iba aplicando un poco de energía a cada platito hasta llegar al último, luego paraba un platito más y luego tenía que volver corriendo al otro extremo para primero agarrar un nuevo plato y volver a darle energía a todos. De este modo siguió incorporando plato tras plato y sintiendo como al mismo tiempo los aplausos aumentaban cada vez más.
Fue al parar el platito número 28 que escuchó a un señor que sentado en la segunda fila le explicaba a su hijo:
- Hijo, según los estudios realizados está demostrado que, para un hombre de contextura media, es perfectamente factible hacer, con un poco de práctica, este juego de malabares consistente en parar hasta 45 platitos, y que las capacidades innatas del ser humano le permiten permanentemente superar sus límites, y agregó:
- Hijo, como ingeniero físico que soy te afirmo que lo que estás viendo en realidad no tiene nada de especial.
Este comentario tan poco feliz impulsó a Edmundo a poner más energía en lo que hacía y logró parar dos nuevos platitos al mismo tiempo. Prueba esta que habitualmente no realizaba por su extrema dificultad.
Esto inflamó el entusiasmo del resto del público, como si hubiesen tirado nafta sobre el fuego. Estaban asombrados con la genialidad de Edmundo y lo seguían manifestando con sus más intensos aplausos, que llenaban el interior de la carpa con su ruido hipnótico como un "tam-tam" de tambores en medio de una noche en la selva de Africa.
Fue cuando paró el platito numero treinta, y mientras corría de un extremo al otro de la mesa que lo sintió: era un dolor punzante en el costado izquierdo del pecho que le hizo aparecer un rictus en la cara, pero esto no lo detuvo, siguió corriendo mientras una copiosa transpiración comenzaba a caerle por el rostro.
Un médico cardiólogo, que estaba sentado en la primer fila lo percibió y le gritó:
- Edmundo, deje de correr. Descanse un poco.
- Qué fácil es decirlo, pensó Edmundo, y agregó para sí:
- Se nota que este señor nunca paró platitos. No se da cuenta que un solo segundo que yo me tome para descansar y toda mi obra se destruirá de inmediato. Tengo que seguir adelante. Por otro lado qué pensarán todos de mí si se rompen estos platitos: dirán que no soy competente, que soy un inútil. Nadie volverá a valorarme por mis habilidades, y yo necesito de estos aplausos.
Así transcurrieron otros tres minutos interminables, durante los cuales Edmundo siguió parando nuevos platitos, mientras su transpiración aumentaba, y el dolor se instalaba irremediablemente en su pecho mientras se agudizaba. Y de pronto lo inesperado, el médico, cansado de gritarle sin obtener respuesta, saltó sobre la protección que lo separaba de la pista. Entró decididamente y lo abrazó fuertemente desde atrás, inmovilizándolo.
Edmundo se resistió e intentó liberarse como una fiera atrapada de pronto en la selva, pero no pudo evitar el desastre total. Uno por uno los platitos, ahora sin la energía de Edmundo que los mantenía girando, fueron cayendo al piso y rompiéndose con un sonido ahogado.
Edmundo lloró: Todos los platitos estaban destruidos delante de sus ojos. El motivo de su vida había desaparecido. El público quedó mudo.
El médico lo soltó y Edmundo se dejó caer sentado en el suelo.
Y cuando pudo acostumbrase a creer lo que veían sus ojos, tuvo una extraña sensación de liberación. Un gran peso dejaba de oprimirle el pecho y una sonrisa apareció en su rostro. Había perdido los platitos, era cierto, pero quizás por primera vez en su vida se daba cuenta que él no vivía a través de los platitos. Que estos eran algo que estaba fuera de él, y que ya no existían. Y a pesar de eso Edmundo todavía era Edmundo y más aún, recién ahora podía empezar a ser Edmundo. Se quedó un rato más sentado y pensativo en el centro de la arena del circo, luego se puso a escuchar atentamente el silencio que lo envolvía, cuando de pronto un zumbido intenso, como si una gran abeja se hubiese introducido dentro de su oído, le molestó y pegó un manotazo que certero cayó sobre el despertador.
Edmundo había despertado, todo había sido un sueño: Miró su habitación y a la luz del sol que aparecía entre las rendijas de la ventana queriendo entrar. Apretó los dientes, notó su cuerpo transpirado y moviendo la cabeza de un lado para el otro se dijo, protestando amargamente:
- Maldición, realmente este sueño ha sido muy real. Como si uno no tuviese pocos problemas en la vida, también en los sueños te complican la existencia.
Se levantó, se duchó, y a los pocos minutos subió corriendo a su coche Mercedes Benz, sin poder detenerse a sentir el olor a nuevo de los tapizados de cuero, ni escuchar el suave sonido que emitía esa joya de la mecánica recién traída de Alemania especialmente para él. Edmundo pasó el semáforo casi en rojo, le tocó bocina a un peatón que cruzaba distraídamente la calle y le gritó:
- Se ve que vos no estás apurado, que no tenés una empresa para dirigir.
A los pocos minutos aterrizó con un ruido ensordecedor de neumáticos en su cochera privada. Entro corriendo a la empresa, le gruñó a su secretaria y se dirigió a su oficina en lo alto, desde donde podía ver a través de las ventanas blindadas a todos sus empleados trabajando. Se sentó atrás del escritorio, encendió su computadora y empezó a trabajar frenéticamente, como siempre, escribiendo, vigilando y hablando por teléfono al mismo tiempo.
De pronto miró de nuevo a través del blindex y comenzó a transpirar copiosamente. Edmundo estaba mirando desde su oficina blindada a todas las personas que trabajaban para él, y le pareció que esas personas tomaban la forma de platitos, sí de platitos blancos que giraban y giraban. Cerró y abrió los ojos varias veces para que la imagen desapareciera, pero los platitos seguían girando.
Entonces, lentamente dejó el teléfono, despacio apagó la computadora, se levantó y se puso el saco, y suavemente y en silencio bajó las escaleras y salió del edificio. Cruzó la calle y entró en la plaza. Edmundo nunca supo si fue el ruido de las hojas del otoño bajo sus pies, si fue el aroma de las flores, si fue el trinar de los pájaros, o si fue el sol que con sus rayos cálidos lo envolvió. Lo único que sí siempre supo, fue que ese día su vida cambió.

Autor: Dr. Dino Ricardo Deon.