CLAVANDO CON LA MANO

Fui al gurú, a buscar la respuesta.
El vivir esta vida, se estaba volviendo insoportable, le dije de golpe mientras entraba por la gran arcada que separaba el mundo caluroso de su pequeño y fresco palacio. Gutaman me miró distraídamente y me dijo: Buen día.
A, sí, buen día, balbucee yo. Luego haciéndome, con el dedo índice de su mano derecha, una señal de silencio, me invitó a caminar por la calle de los rosales.
Fue cerca de la rosa china cuando me autorizó a hablar, mientras seguíamos caminando.
Le expliqué que cada logro implicaba para mí, un esfuerzo tremendo, a veces dudaba si valía la pena seguir.
Yo quería saber, quería creer que existía otro camino. Un camino en el cual yo pudiese hacer las cosas con placer, feliz. Quería que Gutaman me dijera que era lo que yo tenía que hacer para solucionar mi problema.
Gutaman siguió caminando, como si no me hubiese escuchado, giró a la derecha y se dirigió hacia el sendero de las rosas blancas, lo seguí en silencio.
Ahí, rodeado del perfume de las flores, se sentó en el pasto a la sombra de un árbol protector, era un Gingo Biloba, yo me senté a su lado.
Y Gutaman, con su suave y firme voz, finalmente comenzó a hablar:
Hace mucho tiempo y allá a lo lejos existió un lugar llamado "La Ciudad de las tablas". Era una ciudad dónde había que cumplir con la "obligación de la tabla".
Todas las mañanas cada uno de los ciudadanos recibía una tabla de madera de un metro de largo por veinte centímetros de ancho y un clavo. La tabla tenía indicado un lugar mediante una cruz con tiza . El ciudadano, no más allá del atardecer, tenía que devolver la tabla con el clavo introducido totalmente en el lugar prefijado.
Devolver una tabla clavada implicaba cumplir las pautas mínimas de aspiraciones y derechos sociales y económicos,. Por supuesto los más industriosos, laboriosos, ambiciosos, o como se los quiera llamar, tenían derecho a solicitar más tablas a la mañana y si las devolvían clavadas al atardecer lograban materializar sus deseos.
En esa ciudad vivía Padruc.
Todas las mañanas, bien temprano, Padruc iba al edificio gubernamental retiraba la tabla y el clavo , se dirigía a la plaza y ahí se ponía presuroso a trabajar:
Tomaba la tabla con la mano izquierda la apoyaba en el suelo, luego tomaba con la misma mano el clavo, y de acuerdo a la tradición, lo golpeaba con su mano derecha, hasta que lo introducía completamente en la madera. Era un método doloroso, Padruc lo sabía y lo sentía todos los días, pero no había otro modo.
Es más ya desde chico sus mayores le habían explicado que ese era el método correcto. Ellos decían que la vida era eso: dolor, sufrimiento. Pero que a través de ese camino era como se lograban los objetivos.
Le remarcaban que lo verdaderamente importante era la satisfacción de terminar el día habiendo cumplido "la obligación de la tabla", no importaba cuanto hubiese dolido.
El día en que Padruc se subió, dolorido, a la fuente que estaba en el centro de la plaza y a los gritos le dijo a sus amigos: "debe haber otro modo de hacer esto", ellos lo miraron con lástima. Luego lo ayudaron a bajarse de la fuente, lo tranquilizaron y le aconsejaron que se adaptara, que dejara de pensar en esas tonterías sobre "otros modos de hacer las cosas".
Así fue transcurriendo la vida de Padruc. Así fue creciendo su resignación, así la tristeza lo fue ensombreciendo. El sentía a su cuerpo como una casa, en la cual se había apoyado una planta enredadera, una enredadera que al ir creciendo, como su resignación, primero le dio sombra y ahora finalmente la estaba convirtiendo en un lugar frío e inhóspito. A Padruc le empezaba a asustar el tener que vivir ahí adentro.
Cuando cumplió los treinta años, le contaron de un lugar dónde había un santo que tenía el poder de hacer cumplir "la obligación de la tabla" sin dolor.
El santo atendía en una extraña casa. Había que ir en grupos, en ciertos horarios y vestidos de cierto modo. Al llegar había que hacerle una reverencia al santo y luego postrarse ante él. Además le habían dicho que era conveniente llevarle una ofrenda.
Y ahí fue Padruc con su tabla y su clavo, volaba por la calle rumbo a la casa del santo, vestido tal cual le habían indicado. La alegría de la esperanza lo impulsaba.
Llegó justo a horario, entró en la casa. Estaba llena de gente que formaba una larga cola. Cada uno llevaba consigo una tabla y un clavo que dejaban delante del santo. Luego formando un círculo se inclinaban respetuosos, y con la cabeza contra el piso y los ojos cerrados, esperaban el milagro.
Padruc con la frente contra las frías lajas del piso, sintió los pasos del santo que se acercaba, luego escuchó unos extraños y fuertes ruidos, como el chocar de guijarros, y por último el santo dijo "ya está".
Padruc levantó su cabeza, abrió los ojos y ahí estaba. En menos de cinco minutos se había producido el milagro: más de veinte tablas tenían el clavo puesto. La obligación de la tabla se había cumplido.
Algo que a cada uno de los fieles, les hubiese costado un día hacerlo, se había realizado mágicamente en cinco minutos. Luego cada uno partía feliz para su hogar con su tabla bajo el brazo.
Padruc fue feliz los primeros meses. Ya no tenía llagas en las manos, ya no había dolor ni esfuerzo.
Pero una mañana de verano, mientras caminaba hacia la casa del santo con la tabla bajo el brazo y el clavo en la otra mano, sintió una sensación extraña. Algo estaba mal en su interior. Tenía un gusto amargo en la boca, y una sensación de dependencia que lo angustiaba.
Siguió caminando mientras las preguntas comenzaron a golpear dentro de la cabeza buscando respuestas. Padruc se preguntaba: ¿ como haré si al santo le pasase algo? ¿qué haré si, se muere, o si simplemente ya no le gustasen mis ofrendas y se negase a hacer el acto mágico?. Una voz dentro de su cabeza contesto: volverían los dolores a tus manos, las llagas, .... Otra voz le respondió a la primera siempre dentro de la cabeza de Padruc: no te preocupes pues existen otros santos que también tenían el conocimiento. Una tercera voz acotó: yo no conozco a estos santos y no me gustaría tener que inclinarme ante ellos.
Otro día, caminando hacia el santuario, Padruc se desvió distraídamente por una callejuela y una luz atrajo su atención. Provenía de una pequeña casita toda blanca. Sus paredes brillaban tanto que tuvo que entrecerrar los ojos para poder leer el cartelito que colgaba de la pared. Decía simplemente: Aquí aprenderás a clavar los clavos tu mismo y con placer".
Indudablemente se trataba de uno de los tantos charlatanes que engañaban a la gente necesitada, pensó Padruc mientras se alejaba disgustado. Las autoridades tendrían que hacer algo para terminar con esta gentuza, agregó y aceleró el paso mientras se repetía en voz baja: Sólo existen dos modos de clavar el clavo en la madera: o lo clavas con dolor o vas al santuario.
Meses después Padruc volvió a clavar con las manos: Había tenido un hijo y las necesidades de la familia habían aumentado. Necesitaba cumplir con más de una "obligación de las tablas" por día. Una de las "obligaciones de las tablas" la cumplía yendo al santuario, pero para las otras tablas tenía que hacerlo con la mano. De este modo volvió el dolor que cada vez era más intenso, también las llagas habían vuelto.
Por primera vez en su vida, Padruc estaba preocupado por sus manos. ¿Qué pasaría con su familia si no pudiese seguir clavando las tablas?.
Inquieto se dirigió hacia el hospital, mientras en su cabeza crecía una idea "como clavar el clavo sin lastimarme", debe haber otro modo, yo siento que debe haber otro modo. ¿Pero cómo?.
Buscó un atajo para llegar más rápido al hospital, y de pronto se encontró de nuevo en la callejuela con la casa que brillaba. En la puerta seguía estando el cartel " Aquí aprenderás a clavar los clavos tu mismo y con placer".
Padruc sin darse cuenta entró a la casa. Un anciano de pelo blanco estaba sentado sobre una hermosa alfombra. Sostenía en su mano derecha un extraño aparato y hacía algo increíble: en segundos metía el clavo en la madera, cumpliendo de este modo "la obligación de la tabla".
El anciano cumplió en pocos segundos dos "obligaciones de la tabla" más, y luego levantó la vista y miró a Padruc que, con la boca abierta y sus ojos paralizados observaba lo que no podía creer.
El anciano miró las manos de Padruc, y le dijo: es evidente hijo mío que no conoces esto, y levantó el extraño palo de madera con un metal brillante y pesado en la punta.
Padruc apenas pudo balbucear algo y él anciano agregó: ¿Quieres aprender a usarlo?, mientras seguía mirando las manos de Padruc, que a pesar de los vendajes recién cambiados daban lástima. Padruc asintió con la cabeza.
Y el anciano le enseño a usar el martillo.
Padruc volvió a la casa brillante siete veces más. En ese tiempo aprendió no solo a usar distintos tipos de martillos, sino también a fabricarlos con sus propias manos. El maestro lo incentivaba para que fuese creativo. Le decía: tu tienes la capacidad de hacer martillos de todos los tamaños y diseños. Tu los puedes fabricar de acuerdo a tus necesidades.
El último día mientras el maestro lo abrazaba y despedía, Padruc lloró de alegría y dijo al Maestro: " Lo único que lamento es no haber sabido esto veinte años antes", y agregó suspirando : cuanto dolor y trabajo inútil podría haberme evitado.
El Maestro se sonrió y le contestó: todos dicen lo mismo hijo, y a pesar de lo cual son pocos los que como tu, trasponen la puerta. Padruc recordó la vez que no había querido entrar a la casa del maestro, asintió con la cabeza y luego se fue en paz.
Y así terminó la historia de la Ciudad de las tablas.
Estas palabras de Gotaman me hicieron volver al presente. Estaba de nuevo bajo de sombra del Gingo Biloba. Gotaman se puso de pie, mi cuerpo hizo lo mismo. El gurú me tomó de los hombros, me miro a los ojos y me dijo: vuelve a la vida. y en silencio me acompañó hasta la puerta.
Salí disgustado del pequeño palacio de Gotaman. Todos estos gurús son iguales dije en voz baja mientras pateaba una lata de cerveza por la calle. Vas a buscar soluciones y lo único que hacen es contarte un cuento. Realmente estoy cansado de metáforas, alegorías. Estoy harto de tantas palabras que supuestamente sirven para mover algo en el interior de las personas y de ese modo producir un cambio.
Yo quería soluciones y lo único que había conseguido era un cuento "De la ciudad de las tablas".
Volví a patear con bronca la lata hacia adelante, la golpeé con tal fuerza que fue a pegar contra la pared de una casa. Levanté la vista y tuve que entrecerrar los ojos pues el reflejo del sol sobre la pared me encandilaba. El reflejo del sol era tan fuerte, que apenas pude leer el pequeño cartel que colgaba de la pared blanca, decía "Tu puedes aprender en ocho clases herramientas para tu crecimiento interior".
Mi cuerpo me hizo entrar. Adentro, rodeado de un suave perfume a incienso y en absoluto paz estaba sentado sobre una hermosa alfombra un anciano de pelo blanco. Me miró a los ojos y me sonrió dulcemente, y yo, inexplicablemente, me puse a llorar de alegría .

Autor: Dr. Dino Ricardo Deon.